Hace años, a Esther Tusquets, eminente escritora, ensayista y editora española, le preguntaron en una entrevista radiofónica si creía en Dios. Ella, en un alarde de intelectualidad y de libertad encomiable, adujo que jamás podría confiar en un dios que envía a su hijo al planeta Tierra para, expresamente, matarlo, además de manera tan brutal, para lograr así una supuesta salvación generalizada. Recordemos que la muerte en la cruz se produce por asfixia, tal vez el modo más desesperante de morir; y una asfixia lenta, paulatina y consciente. Ella, cuando hablaba de ese hijo de Dios, se estaba refiriendo, claro está, a Jesús de Nazaret y, en cuanto a su muerte, aludía a la teología (tradicional y aún imperante) de las Iglesias cristianas.
Doña Esther tenía razón, seamos serios. Nadie en su sano juicio se haría amigo de un ser así, de alguien teóricamente todopoderoso que sólo martirizando logra un presunto bien. Antes, le tacharía de psicópata, como poco. Cualquiera que conociera a una persona así, es decir, a un filicida, reconozcámoslo, comenzaría por denunciar al sujeto y acabaría por huir de él, cambiando de acera cuando se le fuera a cruzar por la calle, o por empuñar el arma blanca que más tuviera a mano por si ese loco se atreviera a acercarse.
Éste, damas y caballeros, es el dios que nos pintan; sin paliativos. Lo cual es una verdadera lástima.
El Antiguo Testamento, esto es, los libros que narran, a su manera, la historia del pueblo de Israel (historia de salvación, según Iglesias y religiones) antes del nacimiento de Jesús, está plagado de escenas de un dios egoísta, colérico, vengativo, caprichoso, celoso y sanguinario. Todo comienza a torcerse cuando a Adán y a Eva se les prohíbe comer del árbol «del conocimiento». ¿El conocimiento es, entonces, malo? ¿Deberíamos dejar de enviar a nuestros hijos a los colegios? Además, de todos es sabido que no hay auténtica libertad sin auténtico conocimiento. Estos sesudos teólogos afirman que Dios nos ha hecho libres y que éste es, precisamente, su principal don; por tanto, ¿comemos del árbol del conocimiento para poder llegar a ser libres? Caray, qué dilema y contradicción.
Los sacrificios que ese dios pide en el Antiguo Testamento, con abundancia de sangre, se cuentan por miles. Corrijo, por miles de miles. Les animo a que los lean y enumeren, sobre todo en la época de los reyes David y Salomón. Por no hablar de la reconquista, pasada a cuchillo, ordenada y facilitada también por ese dios, de la llamada «tierra prometida». Hablo, claro está, de la reconquista del pueblo judío tras haber realizado su travesía por el desierto comandada por Moisés, aquel hombre que bajara con las «Tablas de la Ley» (los diez mandamientos, dados presuntamente por ese mismo dios) del monte Sinaí, con su revolucionario «no matarás». ¿Matamos, entonces? Otra contradicción.
Todo el Antiguo Testamento parece un compendio de acciones terribles, pero salpicadas también de bondades, como cuando el «ángel del Señor» frena la mano de Abraham al ir a sacrificar a su hijo Isaac. Pareciera un dios esquizofrénico. O, quién sabe, puede que hubiera dos entidades, una buena y otra mala, disputándose la Humanidad.
Lo cierto es que todo ese Antiguo Testamento fue escrito por hombres muchísimo tiempo después de los presuntos acontecimientos que narra. Se estima que Abraham, «el padre de la fe», figura principal del Génesis (primer libro del Antiguo Testamento) vivió, si realmente vivió, entre el 1600 y el 1800 (siglos XVII a XIX) antes de Cristo. Está demostrado científicamente que esos libros fueron escritos en el siglo V antes de Cristo, doce siglos después como poco. Igualmente demostrado está que el pueblo judío fue expulsado de Egipto por no pagar impuestos, por tanto, ni eran esclavos ni nadie los liberó.
La teología sobre Jesús sigue un patrón similar: «intentemos explicar lo inexplicable». No afirmo que se mienta, afirmo que se intenta hacer un constructo racional de lo que es experiencial y emocional; claro que habría elementos objetivos, pero muy difíciles de explicar; y más en aquellas épocas. Poco a poco, de esta manera, se va enredando más la madeja de una doctrina que Jesús nunca impartió. De ahí los cismas de las diferentes Iglesias. Lo esencial que nos enseñaron en la primera clase de Teología Fundamental, donde se estudian teóricamente los fundamentos de la fe, es que todo es un intento de explicar lo inexplicable y que nunca se puede perder la perspectiva de que se puede errar enormemente.
Lo bueno del Nuevo Testamento, es decir, del conjunto de libros escritos tras la muerte de Jesús (sin contar los no admitidos «oficialmente»), es que, muy a pesar de sus manipulaciones, el mensaje central es tan grandioso y posee tal fuerza que escapa por las grietas de los grilletes que le han puesto.
Con Jesús de Nazaret llega la sorpresa; y el escándalo. Dice cosas como: «No quiero sacrificios». Bastante tiene la propia vida, dejemos de amargar a personas y a animales, debió de pensar.
Hay más perlas: «Dios es Padre». No sólo eso, sino que Jesús le llama «abbá», voz aramea que significa, literalmente, «papaíto». Resulta que habla de un Dios-Padre-Entrañable y se esfuerza por dejarlo patentemente claro, con varias parábolas, como si procurara decirnos con ternura: «Ay, tontines…, que Dios os quiere como a pequeñuelos…».
Tampoco queda aquí la cosa. Juan, San Juan, en su evangelio, remata: «Dios es amor».
Todas las «demás» formulaciones de qué y cómo es Dios, a mi modo de entender, están «de más». Creo muy sinceramente que Dios prefiere que se le ignore a que se le tema. El miedo sólo trae penosas consecuencias al corazón y, por tanto, a la vida del Hombre.
Me habría gustado que doña Esther pudiera leer estas líneas. Desearía haberle podido decir: «Tengo la certeza de que tiene usted razón; si Dios es papaíto, no puede ser cruel. Yo le invito a creer en un Dios-Padre-Entrañable que ama».