Las Iglesias cristianas llevan ya una docena de días celebrando un tiempo especial que se repite cada año: la cuaresma. Cuarenta días, previos a la Semana Santa, en los que, emulando de alguna manera los cuarenta años que el pueblo judío vagó por el desierto, se purifica, se pide perdón y se retorna por el buen camino.
Dentro de este periplo espiritual, resulta frecuente, al menos en las iglesias católicas, escuchar un himno. Transcribo su letra: “Perdona a tu pueblo, Señor; perdona a tu pueblo; perdónale, Señor. No estés eternamente enojado; no estés eternamente enojado; perdónale, Señor”. En resumen, están muy presentes dos aspectos con claridad: primero, que se nos considera culpables de algo; de hecho, muy culpables. Segundo, que Dios puede estar eternamente enojado, o eso creemos, con nosotros por ello. Caray, ¿no creen?
Se nos acusa de la muerte de Jesús de Nazaret, quien es Dios e Hijo de Dios, según el cristianismo universal. Ignoro si también se nos culpa de alguna otra cosa. Lo que sí tengo claro es que la culpabilidad (no hablo aquí de responsabilidad) es una de las armas más poderosas de manipulación y, también, una auténtica fábrica de personas sumisas, rebeldes o malas. Amen mucho a un niño y le harán libre, feliz y bueno; culpabilícenle y, aparte de hacerle profundamente infeliz, le convertirán en una persona esclava. Esclava del sistema, de sus caprichos, de sus impulsos o de lo que sea.
Un dios eternamente enojado repugna a la razón. Además, hace rebelarse a nuestra emoción.
Intelectualmente, se cae por su propio peso. Ese enfado perpetuo convierte a Dios en un ser rencoroso, nada recomendable, y nos hace huir de él. Por otra parte, el propio Jesús de Nazaret (Dios e Hijo de Dios), según le estaban crucificando pronunció estas palabras: “Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen”. ¿Por qué entonces esta costumbre tan arraigada e insana de flagelar y autoflagelarse?
Hace años que la teología se ha dado cuenta de estas contradicciones. La teología, esa rama del “saber”, recuerden, que intenta explicar lo inexplicable; que intenta conocer lo incognoscible. Esto es, cójanlo todo con pinzas. Suele decirse que el budismo no es una auténtica religión, ubicándolo como una corriente filosófica, porque “carece de dios”. Falso. Buda afirma que Dios es tan grande e imposible de conocer que lo mejor para respetarle es no decir nada de él, puesto que todo lo que se diga sería equivocado. Cierto. Tan sólo conocemos de él, para quien desee creerlo, lo que Jesús nos dijo: que Dios es padre y que es amor.
Según la “nueva” teología, es aberrante afirmar que Jesús murió por nuestros pecados. Jesús murió tan simple y llanamente porque, sin pretenderlo, viviendo con coherencia su mensaje, se enfrentó a los poderosos de su sociedad en aquel tiempo. Todos conocen lo que hace un déspota cuando alguien les molesta: deshacerse de él. Algo que ocurría y que ocurre.
Podríamos hablar del perdón y lo haremos en algún momento, pero no ahora; sería improcedente. Nosotros somos inocentes de la muerte de Jesús de Nazaret, por mucho que se repita lo contrario, todavía, en la mayoría de los púlpitos del planeta. Los responsables fueron los tiranos de aquella época y de aquel lugar, mandamases religiosos, llenos de soberbia; y también lo fue, tomen nota, Poncio Pilatos, gobernador romano, máximo responsable civil, quien pudo evitarlo, pero que “se lavó las manos”, lleno de cobardía, al ver peligrar su comodidad, su cargo y su estatus, si no actuaba como los jefes religiosos querían.
Como ven, la historia se sigue repitiendo en numerosos lugares: déspotas soberbios y cobardes silentes. Procuren estar fuera de estos “roles” si no desean matar a ningún inocente, hoy todavía, por acción u omisión.